miércoles, 8 de mayo de 2024

LA CASA DE LADRILLO ROJO

                           

                          LA CASA DE LADRILLO ROJO 

 

Un humo negro como el carbón se alzaba hacia el cielo de Madrid ocultando el tenue sol de aquella mañana medio nublosa y fría de febrero que coloreaba de grises plomizos las calles y esquinas de Gran Vía. Los curiosos, cada vez mayor en número, se agolpaban entre empujones en los alrededores de la casa de ladrillo rojo donde se había desatado el incendio. Las llamas, más virulentas a medida que pasaban los minutos, fortalecían como el forraje a los caballos, aquellas columnas de fuego que ya escapaban por las ventanas de la fachada, abrasando voraz, los balcones antepechados, los muretes, las ménsulas y los balaustres.

Y, entre los amigos de la curiosidad y los amantes del chismorreo que atestaban las aceras, un hombre con bigote inglés y barba recortada que le nacía en las patillas, corría con el rostro desencajado y el alma asfixiada en la desesperación, haciéndose hueco como buenamente podía entre aquella marabunta desordenada de fisgones y cotillas.

Álvaro Romero, el editor cordobés afincado en Madrid desde hacía años y creador del periódico La Palabra cuya redacción se ubicaba en el centro de la misma Gran Vía madrileña, era ese hombre que, entre empellones, codazos y algún que otro aspaviento verbal donde maldecía a las madres de aquellos que le dificultaban avanzar, intentaba alcanzar el chaflán de la casa de ladrillo rojo. Desde que uno de los redactores entró en su despacho comunicándole que se había declarado un incendio en la casa de ladrillo rojo, su mente se nubló apoderándose de ella un solo rostro: el de su amada Marina Fajardo, una fotógrafa sin igual que poseía un don o maldición para algunos que la hacían única en la profesión: la clarividencia, una facultad poco común en la mayoría de los mortales que, posiblemente, y así se lo hizo saber su madre, había heredado de su bisabuela Raimunda, a la que en su pueblo natal, una pequeña pedanía del norte de Asturias, la apodaron como la bruja, y que la santa de su madre siempre quiso ocultar para que, aquella sociedad puritana, beata e ignorante en la que les había tocado vivir, no la señalaran como había ocurrido en el pasado con Raimunda.

Cuando Marina le hizo saber que acompañaría a Breixo Ulloa, aquel gallego amante del misterio, fenómenos paranormales, espiritismo y demás asuntos del más allá que había llegado a Madrid dejando atrás su pueblo en Galicia, Cereixo en A Costa da Morte, buscando la oportunidad de ganarse unas pesetas para enviar a la esposa y los tres hijos haciendo lo que siempre deseó, dedicarse al periodismo de misterio, Álvaro Romero se negó en redondo.

Breixo era un tipo majete, agradable y muy diligente en su trabajo. Pero, también era un temerario y un imprudente cuando se apasionaba con cualquier cuestión. Y la leyenda que envolvía a la casa de ladrillo rojo era una de esas cuestiones a las que Breixo se había abrazado con arrebato y entusiasta frenesí. Sin embargo, Marina, supo convencerlo, a pesar de las muchas reticencias de Álvaro a su colaboración como fotógrafa en aquel reportaje que saldría publicado en su revista La otra dimensión, y que, según palabras de Breixo Ulloa, lo encumbraría a él como editor y a su revista, como la única y mejor gaceta en su especialidad, cuando se desvelase por fin, la verdad de esa misteriosa maldición que sobre la casa de ladrillo rojo levitaba desde hacía dos siglos ocupando ratos en las tertulias de los cafés y en las reuniones nocturnas de vecinos en las corralas.

Ahora, mientras el desasosiego le estrangulaba el alma y los peores presagios le martilleaban el pensamiento, blasfemaba y despotricaba contra sí mismo por hacer cedido a las peticiones de Marina.

Por fin la vio. Medio acuclillada sobre la calzada, sin su bonito sombrero y algo despeinada, tenía la mirada clavada en la casa de ladrillo rojo. Corrió a su encuentro y, poniéndose a su altura, la estrechó entre sus brazos.

¿Estás bien? ¿Te has lastimado? le preguntó Álvaro al tiempo que limpiaba con su pañuelo su rostro ligeramente tiznado.

Sí…Sí... Estoy bien respondió Marina entre sollozos.

¿Qué ha pasado?

No lo sé. Ha ocurrido todo tan rápido y tan inesperadamente.

Álvaro la alzó sin dejar de abrazarla.

Estábamos en el patio interior. Yo hacía mis últimas fotografías cuando, de repente, nos vimos rodeados por el fuego. Era como… como si se hubiesen abierto las entrañas de la Tierra y el mismísimo infierno se hubiese apoderado de todo nuestro alrededor.

Las lágrimas caían en cascada por el bello rostro de Marina.

Y... ¿Breixo? ¿Dónde está Breixo?

La dotación de bomberos llegó en ese momento y el que estaba al mando les ordenó alejarse pues el fuego ya alcanzaba la carbonería colindante a la casa de ladrillo rojo y el peligro para los que allí se encontraban era cada vez mayor.

¿Dónde está Breixo? insistió Álvaro.

Cuando huíamos de las llamas, se me cayó la cámara fotográfica y, una vez me puso a salvo, entró de nuevo para recuperarla le confesó Marina sintiéndose la mujer más desdichada del mundo en ese momento por habérselo permitido.

¡Maldito insensato! renegó furibundo Álvaro.

Los bomberos se organizaban con las mangueras para atacar el fuego desde todos los flancos, pero que se hubiese extendido a la carbonería, complicaría sobremanera su extinción.

Álvaro, sin soltar la mano de Marina, caminó hasta el bombero que parecía estar al mando.

Ahí dentro hay un hombre. Un periodista de mi redacción.

¿Cómo dice? le inquirió el bombero alzando la voz.

¡Qué ahí dentro hay un hombre! gritó Álvaro para que se le oyera bien.

¿En el interior de la casa?

Álvaro asintió con la cabeza.

¿Está seguro?

Completamente intervino Marina. Estábamos juntos... Y cuando me puso a salvo, entró de nuevo para ver si podía salvar mi cámara fotográfica de las llamas.

Pues, créanme que, si no ha logrado salir, ya no podrá hacerlo.

La respuesta del jefe de bomberos no complació a Álvaro y no dudó en replicarle.

Tienen que entrar a rescatarlo le exigió a punto de perder los papeles y las formas.

¿Ha perdido la cabeza, caballero? Esa casa es un verdadero infierno y no voy a arriesgar la vida de ninguno de mis hombres en vano. Si su periodista no ha conseguido escapar del fuego, a estas alturas estará muerto.

Álvaro sujetó de malos modos por el brazo al bombero.

Ese hombre tiene una familia. ¿Cómo le voy a explicar a su esposa y a sus hijos que ni los bomberos ni yo hicimos nada por intentar salvarlo?

Pues su hombre debía haber pensado en su familia antes de actuar de forma tan irresponsable y temeraria. Y, ahora, si me permiten, tenemos un fuego que debemos extinguir.

Diciendo esto, el bombero se alejó de ellos.

Marina y Álvaro se miraron durante un largo rato conscientes de que nada podían hacer por Breixo Ulloa. Un sentimiento de honda impotencia les embargó y Marina refugió su dolor y sus lágrimas en el torso de Álvaro.

Los días que siguieron al incendio que redujo a ruinas la casa de ladrillo rojo y la carbonería, Marina se acercó todos y cada uno de ellos con la yerma esperanza de que Breixo hubiese logrado escapar del infierno de las llamas. Pero sus plegarias no fueron escuchadas.

Una de aquellas mañanas, mientras contemplaba con los ojos bañados en lágrimas la estampa de tragedia que se alzaba en mitad de Gran Vía donde el silencio de la fatalidad y el infortunio se había adueñado de fachadas, aceras, calzadas y vecinos, una mujer vestida enteramente de negro y cuyo rostro medio ocultaba tras un velo de tul tan negro como su vestimenta, se acercó a ella.

¡Discúlpeme, señora de Romero! le dijo la desconocida cuando estuvo a su altura.

¿Cómo sabe quién soy? le inquirió extrañada mientras un escalofrío erizaba todos los vellos de su piel.

Eso no importa respondió la misteriosa mujer con un timbre de voz que no parecía de este mundo. Tengo en mi poder algo que creo le pertenece.

¿Cómo dice?

La mujer vestida de negro abrió su capa y con ambas manos le hizo entrega de su cámara fotográfica.

¿Cómo…? ¿Cómo es posible…?

Marina no era capaz de articular palabra y el escalofrío se hizo más intenso.

¿Es suya, sí o no?

Ssssí…

Cuando Álvaro le regaló la cámara fotográfica poco después de casarse con ella, mandó grabar entre el disparador y el visor sus iniciales para hacerla más personal. Así que, sí. Aquella era sin ninguna duda, su cámara fotográfica. Pero, lo más escalofriantemente extraño, es que estaba intacta, impoluta, sin una mínima huella de haber estado en medio de un pavoroso incendio.

¿Cómo ha llegado hasta usted? ¿Quién se la entregó?

Eso es lo de menos. Lo único importante es que ha podido recuperarla. ¡Qué tenga un buen día!  

¡Un momento!

Marina la impelió a detenerse.

Tengo derecho a saber cómo llegó mi cámara fotográfica a sus manos. Así que, dígame, ¿quién se le entregó o como logró hacerse con ella?

Las respuestas a sus preguntas se las dará su cámara fotográfica. Pero, debe saber mirar más allá de los negativos de la película. Y usted, sabe cómo hacerlo. Tiene ese don.

¿Cómo diablos...?

Antes de que la desconocida pudiera responderle, el rugido de un ensordecedor trueno y, un fulgurante y cegador rayo quebrando en dos el cielo de Madrid, acaparó la atención de Marina, y cuando bajó la vista, la mujer había desaparecido. Por más que la buscó con la mirada en todas direcciones, no pudo localizarla, como si se hubiese evaporado con el viento.

De regreso a la redacción, pasó de largo con paso acelerado por delante del despacho de Álvaro y, con la misma premura, se encerró en el cuarto de revelado. Su estado de turbación y aturdimiento no le permitían ser consciente de que, todo cuánto buscaba revelando el carrete, eran las repuestas a si Breixo sobrevivió al incendio y por qué diablos la cámara fotográfica había salido indemne del fuego.

A medida que introducía la película del carrete en el estanque con la solución reveladora, la pasaba por el baño intermedio de agua y la colocaba después en el interior de la solución fijadora, su decepción iba en aumento, pues las imágenes sólo eran, negro sobre negro. Pero, en el último fotograma de la película, empezaron a perfilarse unas figuras y, a Marina, el corazón se le desbocó.

Después de pasarla por la solución fijadora y cerciorarse que se había secado, encendió la luz y, entonces, tuvo que sujetarse al respaldo de la silla y apoyarse en la pared antes de soltar la fotografía como si le quemara en las manos. A pesar de todo cuanto el ojo de su cámara había atrapado de esos mundos de espíritus, ánimas y fenómenos paranormales, jamás habría imaginado nada parecido.  

Con todo su cuerpo temblando como un flan, se acuclilló y recogió la fotografía del suelo. Se sentó en la silla y la acercó a sus ojos. Los latidos de su corazón se aceleraron aún más. Rodeados por un muro infinito de fuego, su buen amigo Breixo Ulloa se hallaba en pie frente a una mujer con ropajes antiguos, y por los gestos que la cámara atrapó, todo indicaba que ambos estaban inmersos en una airada discusión.

Alcanzó la lupa que había sobre la mesa y la puso sobre el rostro de aquella desconocida. La respiración se le detuvo y tuvo la sensación de que el corazón saltaría de su pecho. No podía ser, se dijo con el miedo apoderándose de su espíritu. Aquella mujer era la condesa Adela de Ayamonte y Villanueva, dueña y señora de la que después se conoció como la casa de ladrillo rojo y que fue condenada dos siglos antes a morir en la hoguera por el Tribunal de la Santa Inquisición acusada de brujería y de fornicar con el diablo. Y no vaciló en su reconocimiento, pues sólo unos días antes de que ella y Breixo acordaran ir a la casa de ladrillo rojo, descubrió en uno de los muchos libros que Álvaro apilaba en las estanterías de su despacho, un cuadro de la condesa de Ayamonte que su esposo, el conde, ordenó pintar para que presidiera uno de los salones de la residencia familiar.

¿Cómo podía ser posible semejante locura?

De repente, la puerta del cuarto de revelado se abrió y no pudo evitar dar un brinco.

¿Te encuentras bien? le preguntó Álvaro viendo su rostro lívido.

¡Ah! Sí… intentó mostrar una sonrisa de circunstancias. Sólo que no esperaba a nadie y me he sobresaltado concluyó incorporándose y ocultando la fotografía tras su espalda.

¿Es tu cámara fotográfica? inquirió Álvaro cuando la vio sobre uno de los estantes.

replicó Amelia buscando aparentar naturalidad.

Y, ¿cómo…? Quiero decir…

Te lo cuento durante la cena, si te parece.

Sí, claro. ¿Seguro que todo marcha bien? insistió Álvaro ante aquella extraña actitud de Marina.

Por supuesto que sí. Sólo que, confiaba ilusamente en haber conservado algunas de las fotografías de aquella aciaga mañana, pero lamentablemente, no ha sido así.

 ¿Qué esperabas, Marina? Y suerte has tenido de haber recuperado la cámara.

Sí. He sido muy afortunada.

¿Nos vamos a casa?

Dame unos minutos para recoger aquí.

De acuerdo. Estaré en mi despacho.

Enseguida me reúno contigo.

Una vez se quedó a solas, Marina respiró hondamente. Volvió a sentarse y, de nuevo, fijó su mirada en la fotografía. Una foto maldita, sin duda, que jamás vería la luz. Un pálpito le susurraba que no la hiciera pública, pues, ciertas cosas, aunque ella se dedicara a ese mundo donde el misterio y lo inexplicable lo dominaba todo, no deben ser reveladas. Deben enterrarse y ocultarse para siempre al conocimiento de la gente. Algo maldito, o tal vez, endemoniado, porque sólo Satanás podía haber resucitado a aquella mujer, había ocurrido esa mañana cuando se desató el incendio, y en el infierno se quedaría por siempre jamás.

La guardó entre las hojas de un viejo libro de fotografía con intención de destruirla en otro momento. Pero, otros acontecimientos acapararon su atención después de aquel día, y habrían de pasar casi doscientos años, para que cayera en las manos de un joven periodista del misterio, Iker Sierra que, tras investigar la historia que esa fotografía escondía, decidiera mostrarla por primera vez y contar el escalofriante relato de aquella instantánea, en el programa de televisión que presentaba y dirigía junto a su esposa, Carmen Navarrete, en el prime time de los domingos por la noche.

*    *    *

 

A pesar del reluciente sol y del cielo de un azul casi cristalino sin ninguna nube amenazando aquella soleada mañana de domingo, el frío intenso arañaba hasta el último recoveco de la calle de Rodas que, a esa hora, las once, bullía en gente paseando por el mercadillo de El Rastro.

Una de aquellas muchas personas que caminaba y se detenía de tanto en tanto, cuando alguno de los muchos productos que se ofertaban clamaba su atención, era Victoria Ulloa, gallega de nacimiento y tinerfeña de adopción, desde que le surgió la oportunidad de dirigir uno de los laboratorios de investigación sobre enfermedades raras más importantes del país. Para una científica como ella que pasó sus primeros años tras licenciarse, primero como becaria y, posteriormente, como ayudante de laboratorio, poder dirigir, nada más y nada menos, que una de las instalaciones más punteras en investigación, fue sin duda, toda una suerte. Bueno. Una suerte y también muchos años de trabajo duro demostrando que, en un mundo predominantemente masculino, las mujeres también podían ser grandes investigadoras.

Ahora, disfrutaba de un largo y merecido fin de semana de descanso. Y que mejor, que pasarlo en Madrid, una ciudad a la que había viajado asiduamente en su juventud, y que, además, le encantaba. Sólo que olvidó lo frío que suele ser el mes de febrero madrileño.

Arrebujada bajo su abrigo de paño, la bufanda y el gorro de lana trenzada, se paró frente a uno de los muchos puestos de la calle de Roda que se dedicaba a la venta de revistas y cromos antiguos. Le llamó la atención un descolorido y desgastado ejemplar. Pero, no sólo por su enigmática portada. El nombre de la revista le era enormemente familiar: La otra dimensión.

La ojeó con ojos ávidos hasta que se detuvo en una de las páginas donde un artículo titulado: La casa de ladrillo rojo lo firmaba Breixo Ulloa. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. Ahora alcanzaba a entender porqué le sonaba el nombre de la revista. Desde niña escuchó a sus abuelos y a su padre hablar de Breixo Ulloa, su bisabuelo, un desconocido para ella, que desapareció misteriosamente durante un incendio en una antigua casa de la Gran Vía de Madrid. Una vieja casa señorial donde, por lo visto, su bisabuelo investigaba una supuesta maldición que había caído sobre ella tras la ejecución en la hoguera de la propietaria.

Victoria jamás creyó nada de aquella historia sobre maldiciones y espíritus endemoniados. Todo lo que escapara a lo que la ciencia podía demostrar, era mera superchería de incrédulos ignorantes. Y, en cuanto a la inexplicable desaparición del bisabuelo, ella siempre creyó, que la verdadera razón era mucho más terrenal. Posiblemente, habría conocido a una lozana madrileña de la que se enamoró y, que mejor forma de iniciar una nueva vida sin dar explicaciones por ello, que fingir su propia muerte. Y, aquel incendio, sin duda, fue su mejor oportunidad. Aun así, encontrar un ejemplar de aquella vieja revista con un artículo de su bisabuelo le hizo gracia y no dudó en comprarla.

Se acercó hasta una de las muchas tascas tan típicas de El Rastro y, tras pedir una cerveza y una tapa de gildas, adoraba el picante, se dispuso a leer el artículo de Breixo Ulloa.

 

“Muchos creen que la maldición que acompaña a la casa de ladrillo rojo desde hace dos siglos, no es más que un embuste, un engaño para crédulos y fantasiosos. Para quiénes no lo sepan, allí vivían los condes de Ayamonte y Villanueva, un joven matrimonio a quienes el futuro parecía sonreírles. Pero el inesperado fallecimiento del conde a causa de una extraña enfermedad cuando su esposa esperaba el primer hijo de ambos, sumió a la casa y a la condesa, en la más honda y profunda tristeza. Pasado un tiempo, la condesa, ferviente creyente del mundo de los espíritus, y con el propósito de comunicarse con su esposo desde el más allá, empezó a organizar reuniones espiritistas a las que invitaba única y exclusivamente a personas de su más absoluta confianza, y que, también, desearan contactar con sus difuntos. Entre ellas, y a la que además consideraba una gran amiga, estaba la marquesa Jimena de los Olivos, viuda como ella, a la que su finado esposo había dejado en la ruina después de dejar toda su fortuna y propiedades a la mujer que fue su amante durante décadas, y que, además, le había dado hijos, a diferencia de ella, a quien Dios la maldijo con un útero seco y árido como un desierto. Lo que desconocía la condesa, es que Jimena de los Olivos no era amiga suya, sino una espía del Tribunal de la Santa Inquisición, donde su amante, un jurista mediocre y de escaso intelecto, actuaba como calificador, y que, a su vez, era sobrino de uno de los comisarios eclesiásticos del tribunal, quien les prometió a cambio de denunciar a la condesa por aquellas reuniones espiritistas, posibles sólo gracias a la intervención del diablo, una parte importante de toda la fortuna y posesiones del condado de Ayamonte, a lo que los codiciosos amantes se prestaron gustosos sin sentir por ello remordimiento alguno de conciencia.

La pobre condesa fue torturada, juzgada y condenada a morir en la hoguera, acusada de brujería, hechicería, sacrilegio, blasfemar contra la Iglesia y Jesucristo, lectura de libros prohibidos y fornicación con el diablo. Aunque se defendió de todas esas acusaciones, más allá de todos esos delitos, su avanzado estado de gestación fue la prueba irrefutable de que llevaba en sus entrañas al hijo del maligno, del mismísimo Satanás. Pocas horas después de la lectura de la sentencia, fue conducida hasta el cadalso en la plaza Mayor de Madrid, y quemada viva ante todos los que complacidos acudieron a contemplar la ejecución de una bruja. Muchos testigos contaron que la oyeron gritar mientras su cuerpo ardía envuelto en llamas, jurando que regresaría del infierno para vengarse de sus acusadores. Y cumplió su promesa. Meses después, cuando los avariciosos amantes disfrutaban de aquella casa de ladrillo rojo y de los lujos que el condado de Ayamonte les proporcionó, murieron cruelmente devorados por las zarpas y las fauces de un enorme gato negro que durante varios días estuvo rondando la casa.

Y, para aquellos que crean, que es una leyenda más de los muchos misterios que esconde esta maravillosa ciudad de Madrid, desde las páginas de esta revista vamos a demostrarles que no es una leyenda más, sino una historia absolutamente real”.

 

Victoria finalizó la lectura al mismo tiempo que su cerveza y, tras abonar al camarero el importe de su consumición, se dispuso a marcharse. Cuando abrió la puerta, el cielo había sido invadido por unas enormes nubes que anunciaban tormenta. De repente, un trueno ensordecedor tronó en cada centímetro de la calle de Roda y un destellante rayo quebró en dos el cielo oscurecido por las nubes, al tiempo que algo inexplicable sucedía.

Victoria miró en todas direcciones para cerciorarse que no estaba siendo víctima de una alucinación. Pero, por más que miraba, ya no se encontraba en la calle de Roda, sino en el centro mismo de Gran Vía, de una Gran Vía que no era la que ella conocía, sino la Gran Vía madrileña que tantas veces había visto en fotografías y postales antiguas. Sus ropajes tampoco eran los que apenas unos minutos antes la vestían. Su atuendo, era más propio de una mujer de la época de su abuelo.

Frente a ella, se alzaba una casa señorial. La casa de ladrillo rojo. Y a sus pies, maullando amenazante, un gato negro de grandes dimensiones, pelaje erizado y ojos bañados en sangre.

Se abofeteó el rostro, se pellizco las mejillas, parpadeó repetidamente, creyendo que así despertaría de aquella pesadilla. Pero, nada cambió. Permanecía en aquel salto en el tiempo, en aquel viaje al pasado que la había paralizado y que la mantenía en un estado de terror absoluto.

¿Qué diablos había pasado?, se preguntaba mientras tomaba conciencia de que estaba siendo víctima de su propia incredulidad. Un escepticismo que, en verdad, eran sus miedos disfrazados, pero que nunca reconoció tenerlos, y que, después, los ocultó tras su profesión.

Sin saber que fuerza la empujaba, siguió al gato hasta el interior de la casa. Caminó despacio hacia el patio interior y oyó cerrarse el enorme portalón a sus espaldas. Parada en el centro del patio, empezó a ver unas pequeñas llamaradas surgiendo del suelo que en pocos minutos se convirtieron en gigantescas columnas de fuego que la rodearon imposibilitando cualquier vía de escape. Pero, aunque lo hubiese intentado, sus pies estaban pegados al suelo arcilloso del patio.

De entre aquella muralla abrasadora, surgieron dos figuras: la de un hombre y la de una mujer. Al hombre lo reconoció de inmediato por las fotografías del álbum familiar: era su bisabuelo Breixo. Sin embargo, a la mujer, vestida con un sambenito ennegrecido, no la había visto en su vida.

De acuerdo, se dijo. Esto sólo es una pesadilla. Continuaba en la habitación de su hotel, durmiendo. En unos minutos se despertaría, se ducharía, desayunaría y, después, visitaría El Rastro. Pero, entonces, la voz de un hombre la devolvió a aquella pavorosa realidad.

No estás soñando, querida bisnieta.

 Victoria rompió a reír a carcajadas. Definitivamente, estaba siendo víctima de una delirante pesadilla.

Hay cosas que nunca cambian. Por muchas vidas que encarnemos. Sigues siendo la misma marquesa arrogante y soberbia que conocí en el pasado le soltó la mujer del sambenito.  

¿Quién narices es esa marquesa? O mejor… ¿Qué hago hablando con un… con un…?

¿Fantasma?

¡Los fantasmas no existen, maldita bruja del demonio! Además, esto no es real. Me despertaré en cualquier momento y toda esta mierda habrá desaparecido.

¡Oooh! Por supuesto que todo esto es real, querida Jimena. El fuego es real. Yo soy real. Tu bisabuelo es real.

¿Jimena? ¿Acababa de llamarla como a la marquesa avariciosa del artículo de su bisabuelo? ¿Qué tipo de locura era aquella?

Tomó la decisión de largarse de allí, pero sus pies continuaban pegados al suelo arcilloso del patio. Empezó a sentir el ardiente calor de las llamas adhiriéndose a su cuerpo. Notó que le estaba costando respirar a causa del humo que ya lo envolvía todo.

Es tu destino, Victoria le anunció su bisabuelo. La balanza del bien y del mal debe equilibrarse, y por más que te resistas, no podrás escapar a lo que ya está escrito.

¡Basta! ¡Basta! ¡Basta! gritó tapándose los oídos con las manos.

Deberías seguir el consejo de tu bisabuelo. Mejor dicho… de tu amante Darío Mejide.

Victoria no quería seguir escuchando. Sólo deseaba despertar de una vez, escapar de esa horripilante pesadilla.

Tarde o temprano, la ley del karma te exige el pago de tus acciones. Y tú sigues en deuda con él.

La gigantesca muralla de fuego parecía retroalimentarse creciendo en grosor y altura, y el aire era irrespirable.

Aquí estoy de nuevo, frente a mis acusadores expuso la mujer del sambenito. Vuestra codicia me empujó a una muerte horrible y atroz: quemada viva. No os compadecisteis ni del hijo que llevaba en mis entrañas. Pero, al fin, las fuerzas del bien y del mal se enfrentan otra vez para equilibrar la balanza.

El humo era cada vez más denso.

Ya regresé en el pasado para cumplir mi venganza. ¿No lo recuerdas, Jimena?

Victoria negaba con la cabeza mientras unas imágenes, como si fuesen una película antigua, empezaban a desfilar por su mente.

 Aquel enorme gato de pelaje negro y ojos sanguinolentos que durante días rondó mi casa. La casa de la que os hiscisteis dueños y señores tras traicionarme. Ese gato que, a medianoche, cuando dormíais plácidamente, os arrancó los ojos y desgarró vuestras yugulares, era yo. 

Victoria escuchaba el relato de aquella belcebú de los infiernos, al mismo tiempo que visualizaba esas terroríficas escenas. Lo más aterrador, es que no las imaginaba. Las recordaba.  

Ahora sí lo recuerdas, ¿verdad? afirmó Breixo. Yo tampoco podía creerlo. Pero, ocurrió.

Se os brindó la oportunidad de regresar, de reencarnar de nuevo para redimir vuestras almas, pero, una vez más, la desaprovechasteis. No aprendisteis la lección. Ninguno de los dos.

El fuego ya era una bóveda de llamas rojas, naranjas y azules que los engullía por segundos.  

Tú, Breixo, buscando arrebatarle su revista, su prestigio y su esposa, al hombre que aquella tarde en el Café Iris, tras escuchar tus mentiras sobre cuánto lo admirabas y que soñabas ser cómo él algún día, te dio trabajo y la ocasión de brillar como periodista. Y tú, Victoria, dejando tetrapléjica a la mujer escogida para dirigir el laboratorio, tu más directa rival, después de empujarla por aquellas empinadas escaleras fingiendo que había sido un accidente.  

Breixo parecía una estatua momificada y Victoria se había quedado muda a pesar de sus esfuerzos por responder a esa mujer llegada del infierno.

Aunque mil vidas reencarnarais, mil veces lo haríais para hacer el mal, Por esa razón, el camino de vuestras almas ennegrecidas ha llegado a su fin. Ya no habrá más oportunidades. Ya no volveréis a reencarnar nunca más. Y yo, al fin, podré salir de la oscuridad y encontrar la luz.

Una fuerza desconocida empujó a Breixo y a Victoria hasta el centro del patio junto a Adela. Del suelo arcilloso surgió una columna de fuego que los envolvió. Y mientras Breixo y Victoria eran abrasados en aquel abrazo ardiente, una brillante y blanca luz se ciñó al cuerpo de Adela rodeándola como una espiral y alzándola hacia el cielo hasta desaparecer.

Inmediatamente después, la muralla de fuego se extinguió al igual que la columna que rodeó a Breixo y a Victoria. Y, allí, en el centro del patio, sólo quedó un montículo de cenizas. Al fin, las fuerzas del bien y del mal se habían equilibrado y, una vez más, el bien había vencido al mal.

 

*   *   *

 

Todas las cadenas de televisión abrieron sus informativos de aquella mañana con la misma noticia: el incendio del hotel recién edificado que abriría sus puertas en primavera y que pertenecía a una de las cadenas hoteleras más importantes del país: Hoteles Breixo pertenecientes a la familia Ulloa, unos gallegos que empezaron en el negocio de la hostelería en la década de los años 60 aprovechando el boom turístico de aquellos años con un humilde hostal en el pueblo originario de la familia: Cereixo en A Costa da Morte. El cómo se originó el incendio era todo un misterio. Aunque una de las periodistas, Marisa Prats, conocida por un ácido humor negro que ponía en algunas narraciones de ciertas noticias, recordó la leyenda maldita que desde hacía siglos había marcado aquel solar en el centro de la Gran Vía de Madrid: la maldición de la condesa Adela de Ayamonte, y como no podía ser menos, finalizó la crónica con una mordaz pregunta:

¿Ustedes que opinan, queridos televidentes? ¿Un incendio fortuito producto de un accidente o descuido? ¿O habrá intervenido el diablo? ¡Qué tengan un buen día! 





AUTORA: MARÍA BARBANCHO 

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

No hay comentarios:

Publicar un comentario